ISSN electrónico: 2172-9077
DOI: https://doi.org/10.14201/fjc.29142

CUANDO EL ABISMO TE DEVUELVE LA MIRADA. INSTRUCCIONES PARA ENTENDER LA IMAGEN EN EL SIGLO XXI

When the Abyss Looks Back at You. Instructions for Understanding Images in the 21st Century

Ddo. Adrià NARANJO

Universidad Internacional de La Rioja, España

E-mail: adria.naranjo@unir.net

https://orcid.org/0000-0002-4869-4617

Fecha de recepción de la reseña: 04/07/2022
Fecha de aceptación definitiva: 02/09/2022

ALFEO, Juan Carlos y DELTELL ESCOLAR, Luis (Eds.). Ante el caos. Miradas a la nueva expresión visual (2021). Editorial Fragua. Colección Biblioteca de Ciencias de la Información nº 155. Madrid, 2021 303 pp.

1. Introducción

Las primeras décadas del siglo XXI serán recordadas como un período de cambio. Mientras que nuestras abuelas siguen hablando de los horrores de la guerra, y nuestros padres alargan las sobremesas comentando la transición y las revueltas juveniles, los nacidos a finales del siglo XX quedaremos marcados por el 11S, la crisis económica del 2008, el 15M, la COVID-19, la invasión en Ucrania y, por desgracia, lo que parece que está por llegar. Vivimos en tiempos convulsos donde nada es lo que parece y donde el caos se ha apoderado de todo y de todos. Este es el mundo que tenemos. Un mundo inestable, lleno de fronteras y, paradójicamente, más interconectado que nunca. En este contexto, la imagen no ha podido (ni querido) desarrollarse sin adoptar una dimensión entrópica llena de matices y particularidades. ‘Ante el caos. Miradas a la nueva expresión visual’ aborda este fenómeno con un objetivo: intentar aportar algo de orden. De lo más grande y global –como, por ejemplo, el blockchain y la propiedad intelectual en el entorno de la fotografía digital– hasta lo más particular y local –entre otras, las nuevas expresiones visuales en la capital española–, este libro es un desgarrador retrato del caos que invade la imagen producida en el siglo XXI.

La entropía no es un elemento nuevo en la historia del arte; todavía menos en los estudios de la física y la termodinámica. Este fenómeno se presenta como una fuerza imparable que aboga por el caos e impide la homogeneidad en las expresiones físicas, culturales o de cualquier otra naturaleza. Ya sea en la transferencia de calor o en la clasificación taxonómica de la creación visual, la inclusión de este factor impide la estabilidad y los análisis con vocación absolutista. Ya en el siglo XX la complejidad ocupó un papel destacado en las manifestaciones artísticas y comunicacionales. Ahora, en pleno siglo XXI, los receptores hemos entendido el patrón y esperamos lo inesperable. Los cambios ya no se leen como alteraciones, sino como la norma habitual. De hecho, la sorpresa aparece cuando una obra cumple a rajatabla los preceptos sintácticos y/o semánticos del género o formato en el que se incluye. Pero esto no siempre ha sido así. Muchos son los autores que abogan por una dicotomía entre lo clásico y lo barroco (Calabrese, 1992; Eco, 1989; Ndalianis, 2004). Volviendo al paralelismo entre física y cultura, en los períodos clásicos el arte aumenta su energía potencial; como lo hace un objeto al subir una pendiente. En contraposición, las etapas barrocas desbordan todos los marcos y presuposiciones y liberan la energía acumulada; dejan caer el objeto. Estas dos «fuerzas» –en el sentido empleado por Derrida, 1989– se alternan a lo largo de la historia caracterizándose por el devenir, la convivencia y la superposición de una de ellas. Entendiendo que estas fuerzas generan olas y tendencias, Umberto Eco (1992) anunció que el neobarroco pasó de ser, a mediados del siglo XX, una propiedad exclusiva de los textos vanguardistas a filtrarse en el entretenimiento de masas a partir de la década de 1980. Pero la dinámica barroca no invalida los preceptos clásicos, sino que los multiplica, complica y, en definitiva, les aporta entropía (Zavala, 2016). Al huir del encasillamiento marcado por las normas formales, las obras posmodernas rechazan el binarismo y apuestan por el desorden y por la creación de lenguajes que desafíen lo incuestionable. De este modo, el interés deja de centrarse en la perfección técnica y se focaliza en lo diferente, en el desequilibrio que propone la obra sobre las normas imperantes. La aparición de la hipermodernidad (Lipovetsky, 2006a) en un contexto neobarroco vincula ambos términos (Calabrese, 1992) y hace que la búsqueda del orden deje de ser un objetivo para los creadores, los receptores y los académicos. La nuestra es la era de lo abierto, lo roto, lo errático, lo azaroso, lo irónico, lo inestable y, en definitiva, lo complejo.

2. El caos y sus consecuencias

La confluencia de la desorganización posmoderna y el estallido de la tecnología digital ha tenido un efecto sin precedentes en la fotografía y, sobre todo, en cómo la sociedad se relaciona con ella. En este sentido, la entropía se evidencia al cuantificar el ingente volumen de imágenes que creamos y consumimos a diario. La fotografía ya no es un hecho excepcional, sino un componente más de la cotidianeidad. La facilidad con la accedemos a este lenguaje ha modificado la manera con la que percibimos el mundo y, de hecho, la post-realidad actual ya se divide entre lo real y lo virtual (Virilio, 1998; Revuelta, 2021). Nuestra reconfiguración como «recolectores de imágenes» ha hecho que, en un entorno tan altamente audiovisualizado como son las Redes Sociales, las experiencias no se vivan, sino que se fotografían. En este ámbito ya no se hacen fotografías para congelar un instante y facilitar posteriormente ese recuerdo (Fontcuberta, 2016). La intención fotográfica ha abandonado el individualismo nostálgico para convertirse en lo opuesto: la imagen se articula en relación con el otro y sirve para dar testimonio de que, en ese momento, nosotros somos, estamos o hacemos algo en concreto. Si antes se llevaba la cámara cuando se sabía con certeza que ocurriría un acontecimiento único, ahora el aparato fotográfico viaja siempre con nosotros. La cámara es un apéndice con el que creamos parte de la realidad; por lo tanto, captar la cotidianidad no entorpece, sino alienta, el acto comunicacional.

Las narrativas visuales no solamente han adoptado la complejidad y han permitido que los textos desdibujen las fronteras entre los medios, sino que han empoderado al espectador. Este hecho ha alterado el patrón comunicacional convencional y, por primera vez, el entretenimiento de masas se vincula con la participación del receptor y el abandono de la pasividad. Las posibilidades de control y/o alteración del relato también modifican el análisis y la metodología usadas para abordar estas manifestaciones. Pero los avances tecnológicos no solamente afectan a la creación de las imágenes, sino que también cambian por completo la compartición, dimensión y remuneración del trabajo fotográfico. Previo a lo digital, la fotografía, como la pintura, se basaba en la creación de objetos tangibles. En la actualidad todo esto ha cambiado. La tecnología ha democratizado el uso de imágenes y, por ejemplo, los creadores de memes regalan su contenido sin pretender un rendimiento económico (McGowan et al., 2021). Pero no se debe olvidar que, en la era digital, siguen existiendo fotógrafos que subsisten con sus imágenes. La inmensa facilidad con la que se puede hacer una búsqueda y una captura de pantalla impactan completamente en estos trabajadores. La aparición de la «piratería digital» provocó que grandes industrias –tales como la cinematográfica, la musical o la televisiva– hicieran un giro copernicano, replantearan su relación con internet (legal y productivamente) y crearan estrategias ad hoc. Sorprendentemente, la fotografía, mucho más fácil de piratear, sigue condicionada por este fenómeno. Para abordar esta problemática han aparecido instrumentos como el blockchain, cuyo objetivo es garantizar un intercambio seguro, rápido y global. Esta herramienta permite abordar las dos grandes cuestiones subyacentes: la autenticidad de la imagen y la obtención de ingresos por su uso. Empleando el blockchain, los NFT proponen una solución para la primera cuestión y, los rastreadores de imágenes, para la segunda –estos permiten averiguar donde se están violando los derechos sobre la propiedad intelectual y, consecuentemente, pedir una retribución por el uso indebido–. Ninguna de estas herramientas propone poner puertas al campo; por ejemplo, en el caso de los rastreadores, el usuario sigue pudiendo usar las imágenes extraídas de internet. El objetivo es lograr una ética dentro de este entorno y, siguiendo con el paralelismo, evitar que el propietario del campo vea como los turistas lo desmantelan. Si la industria audiovisual y la musical lo están consiguiendo –prueba de ello son, respectivamente, Netflix y Spotify–, la fotografía también debe aspirar a esta meta.

El caos y la tecnología, además de afectar a la concepción autoral y legal de la imagen, también han modificado la manera con la que leemos las fotografías. La popularización de las tecnologías digitales y de compartición ha permitido que las imágenes informativas se conviertan en eventos mediáticos con mayor facilidad. Concretamente, Rafael R. Tranche (2021) nos recuerda el impacto causado por la fotografía del cuerpo sin vida de Aylan Kurdi, el niño encontrado en la costa mediterránea en el verano de 2015. En ese caso, la imagen fue reencuadrada para excluir un segundo plano donde se encontraban otros focos de atención. El resultado fue la individualización del momento. De este modo, la dimensión política del mensaje se perdió y la discusión se centró en la dimensión icónica de la fotografía y no en la tragedia que representaba; el árbol impidió ver el bosque. En contraposición, en épocas previas a la popularización de lo digital se encuentran ejemplos que muestran el poder simbólico que solían tener las imágenes relacionadas con la muerte. Actualmente, la cantidad de imágenes que recibimos y creamos a diario es incalculable; muy superior a cualquier época anterior (Fontcuberta, 2016). La competencia visual ha aumentado exponencialmente en las últimas décadas y, desde el fotoperiodismo, se precisan imágenes más impactantes y emocionales para captar el interés del público. Esto abre uno de los debates más trascedentes en cualquiera de los estudios artísticos: ¿cómo se debe representar el dolor y, en última instancia, la muerte? Inevitablemente, una pregunta de este calado exige otra interrogación: ¿existe una forma correcta de inmortalizar estas cuestiones? Como demuestra, por ejemplo, la relación entre el medio cinematográfico y la representación de la Shoá, a medida que pasan los años aumenta la aceptación para tratar el hecho trágico con diferentes técnicas, estéticas y mensajes (Mendieta, 2021). Sin embargo, la fotografía informativa parte con desventaja en relación con la ficción fílmica: se le imposibilita la distancia. El desfase temporal es fundamental para poder reformular lo doloroso. Este elemento permite usar un tono más distendido, pero también centrarse en la estética; es decir, priorizar lo icónico por encima de lo simbólico. Dada la inmediatez inherente en el fotoperiodismo, la distancia pierde su sentido. Tratar el ahora, y más si este queda definido por la muerte –a gran o pequeña escala–, invita a la polémica e, inevitablemente, a dañar sensibilidades. A su vez, lo que para unos es insoportable, para otros es atrayente. El punctum generado por el «esto-ha-sido» (Barthes, 1989, p. 146) genera una fuerza impensable al unirse con la muerte inminente. Es y ya ha sido. La «necro-fotografía» –si se le puede llamar así– aumenta su componente polémico cuando más bella es.

Ahora, en los primeros meses de 2022, está ocurriendo un hecho sorprendente. En los albores de una guerra que puede salpicar a toda Europa, uno entra en TikTok y se encuentra con milicianos ucranianos haciendo bailes populares de esa Red Social (los trends). La disputa entre la belleza estética y la comunicación de una tragedia se ha trasladado a otro campo de batalla: lo banal y cotidiano contra lo informativo y, a la postre, terroríficamente crucial. Nuestra sociedad no es más frívola que las anteriores, pero en el uso de las imágenes –estáticas o dinámicas– existe una diferencia evidente. Los combatientes de antaño también bailaban, jugaban y seguían sus vidas en ese contexto. Pero, cuando en 1914 se paró la Primera Guerra Mundial para celebrar la Navidad con un partido de fútbol, las imágenes del encuentro no llegaron al instante, no se retrasmitieron en directo para todo el mundo y no se reprodujeron cientos de ellas. El streaming, en todas sus modalidades, y las posibilidades de compartición de la era digital han hecho que cualquier tipo de comunicación sea posible. Sobrepasando la banalidad de los selfis, los tiempos muertos de la tragedia también son retransmitidos. Además, la fotografía ya no está obligada a mostrar hechos con un valor narrativo significativo; el «momento pregnante» de Lessing (2014) desaparece en las Redes Sociales. Dicho de otro modo, la fotografía en estas plataformas ya no inmortaliza núcleos barthesianos (Barthes, 1966), sino catálisis; partículas cuyo objetivo es mostrar rutinas que no aportan cambios en ninguno de los componentes de la narrativa. La pandemia en la que todavía seguimos envueltos lo ha demostrado. El encierro desembocó en un alud de memes e imágenes que emanaban costumbrismo. Este acontecimiento, al haber sido compartido por un porcentaje de la población mundial sin precedentes, creó un zeitgeist a escala planetaria que sirvió tanto de exposición como de acompañamiento para el resto. Ante el caos que supuso el confinamiento, los ciudadanos anónimos intentaron generar un orden a través de las imágenes. Con la exageración e ironía que caracterizan la posmodernidad, se creó un imaginario común basado en la cotidianidad, el aburrimiento y los lances de la convivencia. El estilo rudimentario y amateur, junto con el humor usual en las Redes Sociales, creó una inmensidad de memes e imágenes que no solamente evocaron un sentimiento de comunidad, sino que ensamblaron un «archivo de resistencia sorda, invisible, nada heroica, pero no por ello fundamental» (Berthier, 2021, p. 58). Los memes y fotografías usados en las Redes Sociales ya no se constituyen como obras individuales e individualizadas que se puedan atender por separado. Son parte de un todo, engranajes de un conjunto transversal.

Además de la dimensión lúdica y social de la imagen, la pandemia y el confinamiento también afectaron a la «ficción profesionalizada» y sus expresiones. Sorteando el parón productivo generalizado, algunos autores aprovecharon la situación para hacer pequeñas piezas que mostraban el desconcierto social. La ficción, reflejo inequívoco de la realidad, profundizó en las cuestiones planteadas por los creadores no-profesionales de memes y otras imágenes en las Redes Sociales. Siguiendo esta línea, el encierro creó una frontera física que fue fértil para el simbolismo: la que divide el interior del exterior, la casa de la calle. Evidentemente, siempre ha existido una diferencia formal entre estos espacios y, en las últimas décadas, se pueden encontrar multitud de trabajos donde el cambio de un lugar a otro ha ido acompañado de un simbolismo propio con un alto valor estético y narrativo; algunos ejemplos pueden ser ‘Prisoners’ (‘Prisioneros’, Villeneuve, 2013), ‘Room’ (‘La habitación’, Abrahamson, 2015), ‘Split’ (‘Múltiple’, Night Shyamalan, 2016) o ‘I’m Thinking of Ending Things’ (‘Estoy pensando en dejarlo’, Kaufman, 2020). En el caso pandémico, como apuntan Marta García-Sahagún et al. (2021), el exterior se ha convertido en un espacio excepcional y, por ende, mágico. Aprovechando las características de los textos modernos, estas obras modificaron asincrónicamente el tiempo y el espacio provocando un extrañamiento incoherente con nuestra realidad. Con una presencia autoral destacable, este simbolismo, condicionado por la actualidad de su contexto, se construyó con el contraste estético entre los dos espacios. Por un lado, el «no-exterior» mantuvo su concepción cotidiana. Por el otro, la calle se reformuló como un fuera de campo fantástico donde todo era posible.

3. El caos y sus expresiones. Estado de la cuestión

La irrupción y democratización de las herramientas digitales han supuesto una revolución inimaginable en el entorno fotográfico. Más allá de las expresiones en Redes Sociales ya comentadas, la fotografía actual ha reformulado dos conceptos fundamentales en las artes visuales del siglo XX: el fotomontaje y el fotolibro. El primer caso es el más evidente, pues desde el collage rudimentario hasta las posibilidades que aportan los programas de edición modernos hay un mundo. Esta evolución ha adquirido tal magnitud que, actualmente, si se desea, el montaje puede pasar desapercibido. Asimismo, la facilidad con la que se obtienen las imágenes –las prácticas ilícitas planteadas anteriormente– abre un amplio abanico de posibilidades para la experimentación y la transgresión formal. Pero el reciclaje no solamente es una técnica, sino que, aportando contenido al continente, se convierte en parte del mensaje. No podemos hablar de nuestro contexto sociocultural sin hacer hincapié en la precariedad. La crisis del 2008 fue especialmente cruenta con el ámbito de las prácticas artísticas y, en consecuencia, los autores han reinventado su modus operandi. Emplear materiales asequibles ha sido siempre una práctica común en los ámbitos afectados por una necesidad económica: desde la moda hasta la cocina. De este modo, el fotolibro basado en el collage se convierte en una herramienta de denuncia política tanto en forma como en contenido. Además, cuando esta técnica se presenta sin secretismos, genera un extrañamiento provocado por la manipulación intencionada. Este sentimiento vuelve a ser una referencia directa al sino de nuestros tiempos posmodernos; todo es real a la vez que parece no serlo. La inestabilidad y la tecnología nos acompañan en nuestra vida rutinaria y, quizás por hábito o quizás por agotamiento, ya no le damos importancia. El fotomontaje y el collage nos obligan a detenernos y a evidenciar este hecho. Yendo un paso más allá, autores como Miguel Ángel Tornero (Martín Núñez, 2021) involucran el algoritmo en el proceso creativo. Aunque use razones procesadas y alejadas del calor humano, en este caso, la máquina también crea. Tornero se aprovecha de la aleatoriedad del algoritmo para destacar la diferencia entre el ente creador humano y el artificial. Del mismo modo y con los mismos objetivos, en la primera década del siglo XXI apareció esta práctica en otros campos; como fueron la poesía –la PAC de Eugenio Tisselli; Poesía Asistida por Computadora– o el cine –Lars von Trier creó la «automavisión» para que fuera la máquina quien decidiera los encuadres de ‘Direktøren for det hele’ (‘El jefe de todo esto’, von Trier, 2006)–. La inclusión de los algoritmos en el proceso creativo despierta preguntas que, hasta hace muy poco, solamente pertenecían a la ciencia ficción. Sin entrar en la problemática filosófica/distópica, la computación y lo digital forman parte de nuestras vidas y, por lo tanto, no tiene sentido que nuestra cultura se muestre impermeable a ellas. Su uso, como se comprueba en las obras citadas, abre debates sobre el arte, el proceso creativo y el caos que reina en nuestros tiempos.

La incorporación del algoritmo como fuente creadora comulga con una tendencia en auge: dejar que el azar, o lo no-controlado, tenga una alta presencia en la imagen. Si en el siglo XX se experimentó con nuevas formas de impresión y con el deterioro de los materiales de fijado (Sardá Sánchez, 2021), en el XXI el azar se vincula con la cotidianidad y la cercanía. Antes se usaba la performatividad azarosa del fuego y las cenizas –en la obra de Claudio Parmiggiani– o de la descomposición de la propia imagen –como hace Óscar Muñoz– para armar una crítica sobre la ausencia, el tiempo o el caos contextual. Ahora, el desorden ya no se representa a través de la relación entre obra-concepto y obra-objeto, sino que, en los ejemplos menos profesionalizados, la disposición de todos los elementos anuncia un desinterés voluntario por el control estético de la imagen. Como se puede observar en las selfis de los instagramers –o en los youtubers, tiktokers, streamers y demás neologismos digitales–, los avances tecnológicos han abierto las puertas a lo espontáneo. Si, como se ha comentado, la fotografía ya no capta un momento único, no tiene sentido plantear un control sobre todos los elementos compositivos de esta. En la era digital lo privado se convierte en público y, en este caso, «lo público» posee un alcance (casi) a escala mundial. Estos nuevos creadores de contenido emiten desde sus hogares y, desvinculándose del control inherente a las grandes corporaciones, evocan un sentimiento de improvisación y cotidianidad. Los resultados son claros: la familiaridad que aportan estos productos es inmensamente superior al de las obras con presupuestos multimillonarios. Como ocurriera en otros periodos y disciplinas, cuando el receptor identifica su costumbrismo en la imagen, su compromiso con el relato aumenta. Ejemplo de ello fueron las fotografías de Jacques-Henri Lartigue o Mark Cohen –cada uno con su estilo, priorizaron la realidad por encima de la técnica–; en la literatura, la novela por entregas decimonónica se apropió de las temáticas de las clases populares para aumentar el rendimiento económico y la conexión con el lector; y, en las artes escénicas, movimientos como el Kitchen sink realism representaron por primera vez las inquietudes, espacios y personajes de la realidad obrera británica. En su inicio, las Redes Sociales buscaron justamente esto: un entretenimiento que, por primera vez, era creado por y para la clase trabajadora. En estos casos, no es que no se precisen grandes presupuestos, sino que, aunque los haya, no se debe representar visualmente la opulencia.

La conciencia social que, enmascarada en la banalidad de sus temáticas y estéticas, esconden los creadores en las Redes Sociales, no es exclusiva de ese entorno. La crisis despertó en España a una masa social que, en su mayoría, no se había significado políticamente hasta ese momento. Este movimiento, como ocurría con el reciclaje de imágenes originado por la misma precariedad, se apoderó de lo único que tenía al alcance, el espacio público. Las protestas en las plazas y el llamado 15M recibieron un 80% de apoyo popular (Deltell Escolar, 2021) y revolucionaron la política, la sociedad y las estrategias para reivindicarse. Este fue el caldo de cultivo para que se organizaran colectivos artísticos cuyo fin era el de parodiar a la política tradicional. Como hicieron en su momento otras expresiones de rebeldía –especialmente el graffiti (Reyes Sánchez y Pérez Nieto, 2021)–, estas propuestas intervinieron de forma anónima el espacio urbano. El lema «arte para todos» –en contraposición al «café para todos» de Clavero Arévalo–, al nacer en los márgenes, no respondía a academias, museos u otras oficialidades. La protesta, si no molesta, no es protesta. Por lo tanto, colectivos como Terrorismo de Autor o Flo 6x8 (entre otros) invadieron el espacio público con la voluntad de reclamar una nueva imagen política que alterara el statu quo convencional. Estos movimientos, cuyo nacimiento y funcionalidad se basó en las asambleas, evitaron a toda costa el individualismo. En primer lugar, porque, como se ha dicho, la focalización en un solo componente lleva inevitablemente a lo icónico en detrimento de lo simbólico –el caso de las fotografías del cadáver de Aylan Kurdi vuelve a ser paradigmático–. Además, el capitalismo –uno de los conceptos contra los que luchaban estos colectivos– ha aprendido a fagocitar las disidencias y sacar partido de ellas. En una era marcada por el hiperconsumo (Lipovetsky, 2006b), el sistema capitalista se ha apropiado de todo y ha canibalizado cualquier símbolo; por ejemplo, grandes marcas siguen estampando la cara del Che en camisetas. Por este motivo, dichos movimientos evitaron que se relacionara su protesta con un rostro concreto. En segundo lugar, por seguridad. El anonimato se convirtió en una estrategia para evitar el acoso judicial y la tergiversación de su mensaje político. Para ello, Terrorismo de Autor adoptó la parodia como su mecanismo principal y, con la resignificación de obras anteriores, comunicaron su tragedia con las palabras de otros –el cortometraje ‘Los 400 golpes’ parte del filme de Truffaut y, uno de sus poemas del grupo, se construyó íntegramente con frases de otros autores–. De este modo, la parodia abandona la comedia para convertirse en un arma política. La imagen sirve tanto para apelar a una memoria que no se puede perder como para organizar la protesta.

4. Discusión

Se antoja difícil adoptar una postura positiva o alegre ante este desorden, ante este caos. La opción naíf siempre existe y, por supuesto, es lícita: el desorden en las expresiones culturales, y concretamente en las fotográficas, enriquece el lenguaje visual y amplia el rango creativo de nuestros tiempos. Es evidente que, desde la perspectiva académica, un periodo barroco (o neobarroco) es mucho más interesante que una época clásica, uniforme y respetuosa con las normas formales. Pero abordar estas manifestaciones con un microscopio parece inocente y, además, se aleja de la transversalidad que pretenden las prácticas investigadoras actuales. La entropía que expone ‘Ante el caos. Miradas a la nueva expresión visual’ no muestra el origen de algo, sino la consecuencia de un fenómeno mucho más amplio. Consecuentemente, durante el texto que nos ocupa, se apela recurrentemente a la inestabilidad del contexto en el que se producen estas imágenes. También parece exagerado anunciar vehemente una nueva caída del Imperio romano o una Revolución francesa digitalizada. No obstante, como exponen todos los autores del libro, los bruscos cambios sociales, tecnológicos y económicos son los causantes de que el arte visual del siglo XXI sea inclasificable, errático y entrópico. Además, los síntomas de este desorden son diversos y llegan a tener naturalezas contrapuestas. Por un lado, las imágenes mediatizadas del fotoperiodismo, el cúmulo de estímulos visuales de las Redes Sociales o las obras cinematográficas tratadas se basan en la convivencia –o, por lo menos, el conformismo– con el sistema imperante. Estas expresiones entienden los cambios sociales y artísticos y se unen a ellos para ganar notoriedad o, finalmente, dinero. La predicción de Andy Warhol con su célebre «en el futuro, todos serán mundialmente famosos por quince minutos» ha llegado. Del mismo modo, los movimientos que luchan por cambiar el sistema y el statu quo usan los mismos mecanismos nacidos en este. Aunque la intención sea crítica, las herramientas empleadas son, inevitablemente, las que tienen a mano; y estas comulgan con la tendencia actual.

Es de celebrar que sigan apareciendo pequeñas aldeas galas que resisten al avance de todos estos cambios. Mónica Carabias Álvaro (2021) nos ilumina con pequeñas disidencias que intentan crecer en la jungla de asfalto de los medios digitales y la interconexión globalizada. Que existan autoras como Julia Carbonell –que, con su cámara analógica, fotografía a su abuela centenaria– o Kirti Cea –que recupera los juguetes y colores de la infancia– suponen un suplo de aire fresco en el panorama actual. Paradójicamente, esta novedad se basa en volver a lo antiguo. En un mundo tan globalizado e impersonal como el nuestro, recuperar la tradición es un anuncio identitario y, por contraste, genera una narrativa de protesta (Balló y Pérez, 2014). Si bien no sabemos hacia donde nos llevará este caos, queda claro que las imágenes del siglo XXI siguen relacionándose recurrentemente con el pasado. Lo que ya fue no se puede cambiar, pero, como demuestra el colectivo Terrorismo de Autor, su uso puede resimbolizarse y adoptar una postura beligerante. En su obra ‘Dejar caer una urna de la dinastía Han’, Ai Weiwei, además de realizar su habitual crítica política al Estado chino, cambió el valor que poseía el objeto. El jarrón intacto no había despertado ningún interés; en cambio, el jarrón roto se convirtió en noticia. Del mismo modo, el uso del collage, el fotomontaje o la tecnología analógica hacen que la técnica también forme parte del mensaje. Sin embargo, aunque existan voces que proclaman sin complejos que existen otras maneras de hacer las cosas, estas discrepancias también se leen como nuevas capas de complejidad en el panorama visual; forman parte de todo este caos. Nos guste o no, la entropía es imparable. Pero también es sabido que esta tendencia, como todas las anteriores, acabará por colapsar. Las preguntas subyacentes son inquietantes: ¿qué hace falta para que vuelva un periodo clásico y homogéneo? y, sobre todo, ¿sobreviviremos al cambio? Durante la espera, solo nos queda disfrutar del rompecabezas que supone el caos.

5. Bibliografía

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